miércoles, 27 de enero de 2016

¿Qué es la belleza? (II)

A partir de esta concepción estética kantiana ya podemos partir de una base más firme para definir la belleza. En primer lugar es necesario pensar en una belleza universal, para que esta no dependa de culturas o de modas, ni del gusto individual de cada uno. Solo así se puede establecer un concepto verdadero o por lo menos convencional de la belleza. Por otra parte la belleza no podrá depender estrictamente ni de los sentidos ni de la razón. Esto es porque si dependiese de los sentidos exclusivamente, cada uno tendríamos una imagen diferente de la misma y por lo tanto ya no sería universal, no existiría la belleza sino simples gustos y sería ridículo afirmar entonces que algo es bello por sí, porque como escribía Kant: “cuando damos una cosa por bella, exigimos de los demás el mismo sentimiento, no juzgamos solamente para nosotros, sino para todo el mundo, y hablamos de la belleza como si esta fuera una cualidad de las cosas” no una sensación personal. Y si dependiese de la razón tampoco la belleza sería universal porque la belleza es contemplación y no búsqueda del concepto último del objeto que puede no ser captado por todos los humanos o incluso puede que no exista.  Sin embargo a pesar de todo hay algo en la estética de Kant que me crea dudas y es que, si según él, lo bello es una complacencia desinteresada y libre, sin reposar en interés alguno, ni el de los sentidos, ni el de la razón, ni el de la fuerza de aprobación, ¿qué nos induce, entonces, a contemplar lo bello? Desde luego nadie puede imponernos su ideal de belleza. Debemos contemplar algo bello libremente y llegar nosotros mismos con un juicio “para todo el mundo” a concluir si es bello o no, por eso no es bello aquello que nos han inducido a creer y aceptar como tal, pues aunque en un principio no nos lo parezca acabaremos convenciéndonos a nosotros mismos de que debe de ser bello porque así nos lo han indicado. Pero si tampoco, como se ha explicado antes, los sentimientos y la razón nos guían, debe haber algo más allá que nos haga pararnos a contemplar la belleza. 

Tal vez ese algo sea la propia incomprensión de los objetos o los fenómenos, una especie de velo que los cubre causándonos una curiosidad ajena a los sentidos y a la razón y que se presenta como de la nada, como un destello, cuando contemplamos algo bello y que sin saber por qué da alas a nuestra imaginación. Claro que entonces el ente ha de ser agradable a los sentidos (o intangible) y con un concepto que sea imposible alcanzar (o que no exista) pero sobretodo el ente debe ser original, único, algo nunca visto. Lo bello tiene duende, un encanto misterioso e inefable. Y solo de esta manera la belleza permanece eternamente. De esta manera la “complacencia desinteresada” de Kant es la complacencia incomprensible. Solo así se explica la belleza de Dios para los creyentes o la belleza del universo para los científicos o la belleza de la realidad para la filosofía o la belleza de un poema de T. S. Eliot o de Lorca o la belleza de un cuento de Kafka o una novela de Gabriel García Márquez o un cuadro de Ingres o de Velázquez o la música de Stravinski o un edificio de Niemeyer o la belleza de un amor inalcanzable o de un amanecer en primavera.

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