A partir de esta concepción
estética kantiana ya podemos partir de una base más firme para definir la
belleza. En primer lugar es necesario pensar en una belleza universal, para que
esta no dependa de culturas o de modas, ni del gusto individual de cada uno.
Solo así se puede establecer un concepto verdadero o por lo menos convencional
de la belleza. Por otra parte la belleza no podrá depender estrictamente ni de
los sentidos ni de la razón. Esto es porque si dependiese de los sentidos
exclusivamente, cada uno tendríamos una imagen diferente de la misma y por lo
tanto ya no sería universal, no existiría la belleza sino simples gustos y
sería ridículo afirmar entonces que algo es bello por sí, porque como escribía
Kant: “cuando damos una cosa por bella, exigimos de los demás el mismo
sentimiento, no juzgamos solamente para nosotros, sino para todo el mundo, y
hablamos de la belleza como si esta fuera una cualidad de las cosas” no una sensación
personal. Y si dependiese de la razón tampoco la belleza sería universal porque
la belleza es contemplación y no búsqueda del concepto último del objeto que
puede no ser captado por todos los humanos o incluso puede que no exista. Sin embargo a pesar de todo hay algo en la
estética de Kant que me crea dudas y es que, si según él, lo bello
es una complacencia desinteresada y libre, sin reposar en interés alguno, ni el
de los sentidos, ni el de la razón, ni el de la fuerza de aprobación, ¿qué nos induce,
entonces, a contemplar lo bello? Desde luego nadie puede imponernos su ideal de
belleza. Debemos contemplar algo bello libremente y llegar nosotros mismos con
un juicio “para todo el mundo” a concluir si es bello o no, por eso no es bello
aquello que nos han inducido a creer y aceptar como tal, pues aunque en un
principio no nos lo parezca acabaremos convenciéndonos a nosotros mismos de que
debe de ser bello porque así nos lo han indicado. Pero si tampoco, como se ha
explicado antes, los sentimientos y la razón nos guían, debe haber algo más
allá que nos haga pararnos a contemplar la belleza.
Tal vez ese algo sea la
propia incomprensión de los objetos o los fenómenos, una especie de velo que los
cubre causándonos una curiosidad ajena a los sentidos y a la razón y que se
presenta como de la nada, como un destello, cuando contemplamos algo bello y
que sin saber por qué da alas a nuestra imaginación. Claro que entonces el ente
ha de ser agradable a los sentidos (o intangible) y con un concepto que sea imposible
alcanzar (o que no exista) pero sobretodo el ente debe ser original, único,
algo nunca visto. Lo bello tiene duende,
un encanto misterioso e inefable. Y solo de esta manera la belleza permanece
eternamente. De esta manera la “complacencia desinteresada” de Kant es la
complacencia incomprensible. Solo así se explica la belleza de Dios para los
creyentes o la belleza del universo para los científicos o la belleza de la
realidad para la filosofía o la belleza de un poema de T. S. Eliot o de Lorca o
la belleza de un cuento de Kafka o una novela de Gabriel García Márquez o un
cuadro de Ingres o de Velázquez o la música de Stravinski o un edificio de Niemeyer
o la belleza de un amor inalcanzable o de un amanecer en primavera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario