viernes, 2 de octubre de 2020

Revista Reserva: ¿Por qué no Montecarlo?

En 1843, cuando la iglesia, el convento y la huerta del Carmen fueron adquiridos por el alfareño Teodoro Ramírez tras la desamortización de Mendizábal, éste nuevo propietario empezó a hacer obras, quitando las tejas y destruyendo parte de la cúpula del templo. Estos hechos provocaron una reacción instintiva de los calagurritanos, que acudieron a defender su santuario y a increpar a los obreros (incluso un cura de la Catedral, Ignacio Herreros, fue procesado por insultar a los trabajadores que estaban desmantelando el tejado de la iglesia). Por su parte, el alcalde intercedió para que se suspendieran las obras. Curiosamente, en unas notas estudiadas por J. M. Maquirriain en el “Largo día de los Carmelitas Descalzos en Calahorra 1603-2003”, en las que probablemente se mezcla la historia y la leyenda, se cuenta que “los niños, oyendo en sus casas lamentarse a sus mayores por la demolición iniciada de la iglesia, al salir de la escuela, llenándose los bolsillos de piedras, bajaban al Carmen y las lanzaban con toda su fuerza contra los obreros, hasta tal punto que éstos se negaron a continuar el trabajo” (p. 114). Salvando las distancias, las “obras” que está realizando la Provincia de San Joaquín de Navarra contra una comunidad de su propia provincia han vuelto a provocar una reacción instintiva (y justificada) de muchos calagurritanos y también un pronunciamiento del Ayuntamiento, que se ofrece a “colaborar en una posible solución para evitar el abandono del convento”. 

El lunes pasado el Carmen recuperaba una de las funciones históricas de origen medieval que desempeñaban algunas iglesias: la de servir de espacio para la celebración de la asamblea de todos los vecinos de un pueblo para tratar y debatir determinados asuntos sobre lo común, las cuales se hacían “ante iglesia”, a las puertas de las parroquias, en sus pórticos, soportales o atrios (de ahí que en Vizcaya a las entidades locales menores se las denomine “anteiglesias”). En este tipo de reuniones, en las que lo que está en juego es algo que afecta a una colectividad y en las que lo que se pone en juego son las más firmes convicciones de cada uno, lo más probable es que se eleve el tono de la voz, se aplauda a una intervención con la que se está de acuerdo, se proteste tras decirse algo con lo que no se concuerda, se genere cierto alboroto, etc. Y eso es lo que pasó en la reunión con el Padre Provincial Lázaro Iparraguirre del pasado lunes, en la cual varios asistentes profirieron palabras tan duras como aquellas piedras lanzadas por los niños. Pero, ¿acaso no se esperaba que ocurriera algo semejante si incluso hay disensiones entre los propios frailes?, ¿acaso no se esperaba que ocurriera algo semejante si se dijo que hay que reforzar otras comunidades siendo una de ellas la de Logroño?, ¿acaso no se esperaba que ocurriera algo semejante si se vino a dar un plazo de un año para encontrar soluciones a un hecho que parece consumado y a unos problemas económicos que no habían sido comunicados oficialmente hasta entonces? Menos mal que tras hablar de dificultades financieras el Padre Provincial no mencionó nada de la comunidad que la Provincia tiene en Montecarlo, porque puestos a disolver comunidades podrían haber optado por aquella (permítanme la demagogia).

Con todo, parece deducirse de las palabras del Padre Provincial, que el problema esencial (al margen de la falta de vocaciones) para la permanencia de la Orden de los PP. Carmelitas Descalzos en Calahorra es que ésta no cuenta con los recursos económicos suficientes para adaptar las instalaciones a las necesidades de frailes de avanzada edad y para rehabilitar algunas zonas deterioradas del convento. Por ello, ante la inacción aparente de los rectores de la Provincia de San Joaquín de Navarra, la diócesis de Calahorra debería intervenir y liderar la búsqueda de soluciones a este problema.


viernes, 25 de septiembre de 2020

Revista Reserva: ¿Adónde vamos ahora?

La pandemia de la COVID-19 está demostrando ser un «hecho social total», un fenómeno que pone en juego y visibiliza la totalidad de las dimensiones de lo social. En este sentido, el coronavirus ha recolocado en el tablero de la vida algunos elementos que la normalidad tiende a invisibilizar; en esta columna voy a señalar seis de ellos.

El primero es la «sociedad del riesgo» en la que vivimos, analizada por Ulrich Beck como una consecuencia de la globalización que deriva en problemas y amenazas (culturales, financieras, sociales, medioambientales, técnico-científicas, militares, sanitarias, criminales…) comunes que se complementan y acentúan mutuamente y que escapan al control individual de los estados. Y es que, la vulnerabilidad, la inseguridad, la inestabilidad y la conflictividad han sido y siguen siendo atributos del mundo occidental y de la especie humana, cuya supervivencia no es algo seguro y necesario y cuya existencia es, en sí misma, un milagro o, si se prefiere, una casualidad. 

El segundo elemento que se ha reorientado ha sido el poder (político y económico) de los Estados, el cual se ha reforzado a costa de la limitación de los derechos de los ciudadanos para preservar a la población de un contagio que hubiera provocado el colapso total del sistema sanitario y la multiplicación del número de fallecidos. 

El tercer elemento es el componente tecnocrático creciente en la democracia, esto es, el condicionamiento de las decisiones políticas del gobierno a los dictámenes de determinados expertos, considerándose la competencia técnica un criterio superior al de la ideología para gestionar eficazmente un problema. De esta forma, la tecnocracia implica una limitación de las responsabilidades que conlleva cualquier decisión política, pudiéndose atribuir parte de ella a un experto. En el caso de la presente crisis sanitaria, el conocimiento de los técnicos ha servido para reducir la incertidumbre en la acción política, pero a pesar de ello, ésta ha seguido siendo inmensa. Presumiblemente, cuando llegue la nueva normalidad, el gobierno y sus expertos deberán responder de sus responsabilidades ante el Parlamento y, si es preciso, ante los tribunales. 

El cuarto elemento que el coronavirus nos ha recordado es la falibilidad de la ciencia. «Las soluciones utópicas que nos ofrece la ciencia sólo son significativas para los que vendrán. La ciencia siempre llegará demasiado tarde para los humanos corrientes», escribía con acierto José Luis Villacañas en su artículo «Cuarentena mental» en El Levante-El Mercantil Valenciano (09/03/2020). Y es que, a pesar de las pretensiones de saber a prior de la ciencia, con el SARS-CoV-2 el mundo empírico ha sobrepasado a la biología, más humilde que la física-matemática, que no ha podido decir con altivez: «¡Esto ya lo conocemos, sabemos sus leyes!». 

El quinto elemento es la tentación paternalista del Estado, manifestada en el caso español en una normativización abusiva que obliga al ciudadano a leer el BOE mientras desayuna para saber qué es lo que puede hacer y lo que no cada día, una normativización que era válida en la gestión de la crisis, pero muy cuestionable durante la desescalada. «Ahora toca devolver responsabilidad a la ciudadanía para poder ya pasar de esta fase de reducción a la minoría de edad», es hora de que el gobierno nos dé «la oportunidad de comportarnos según nuestra conciencia y responsabilidad», como reclamaba Josep Ramoneda en su columna «Liberar a la ciudadanía», en El País (21/05/2020); porque un gobierno que desconfía de la capacidad de los ciudadanos para decidir por sí mismos está abocado a perder la confianza de sus gobernados. 

Con todo, esta cuarentena ha impuesto un alto en el camino, un parón radical en las labores cotidianas y programadas, constituyendo la condición de posibilidad de la realización de un interrogatorio exhaustivo de uno mismo a sí mismo que probablemente haya concluido con la pregunta «¿adónde vamos ahora?». No obstante, esta pregunta siempre estuvo latente en la normalidad previa a la pandemia, por ello, es el sexto elemento que el coronavirus ha desvelado y que quería mostrar aquí: la eterna incertidumbre ante el futuro.  


martes, 25 de agosto de 2020

Revista Reserva: Anomalías

La Corona no es una entidad metafísica que esté por encima de sus portadores, sino que es la persona misma que la encarna en cada momento. Por ello, lo que afecte a la persona afectará directamente a la institución. Este vínculo entre la persona y la institución queda reforzado al ser ésta un órgano constitucional unipersonal que no está sujeto a rendición de cuentas ni a ningún mecanismo de control y en el que no es posible la alternancia más allá de la sucesión hereditaria. 

Tras el fin de la dictadura franquista, el proceso constituyente supuso la resolución del conflicto sobre la forma política del Estado alcanzándose un consenso favorable a la monarquía que llegó a incluir al PCE, cuyo secretario general, Santiago Carrillo, defendió en el Congreso de los Diputados que el Jefe del Estado había sabido «hacerse eco de las aspiraciones democráticas» y había asumido «la concepción de una monarquía democrática y parlamentaria», siendo «una pieza decisiva en el difícil equilibrio político» (Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, núm. 59, 5 mayo 1978, pp. 2037-2038). «En aras de la democracia y de la paz civil […] afirmamos que mientras la Monarquía respete la Constitución y la soberanía popular, nosotros respetaremos la Monarquía» (ib.), concluía Carrillo. Efectivamente, Juan Carlos I, monarca absoluto a la muerte de Franco, optó por emprender la senda hacia la democracia. Su papel como uno de los actores clave de la Transición no será borrado de la Historia, pero tampoco la sombra de la sospecha que le acompaña desde la década pasada. Si Juan Carlos de Borbón es juzgado por sus actos presuntamente delictivos y el Tribunal Supremo (o el tribunal suizo que corresponda) prueba dichos actos en una sentencia condenatoria, se confirmaría que el monarca habría abusado de la Constitución que el mismo sancionó y de la inviolabilidad, basada en el principio medieval inglés según el cual «el Rey no puede hacer el mal» (the King can do not wrong), que ésta le garantizó durante su reinado. Además, habría abusado de la confianza de la voluntad general materializada en la Carta Magna como un acto de soberanía popular. Con todo, la monarquía (en determinados momentos) habría dejado de respetar la Constitución y la soberanía popular, ¿merecería entonces nuestro respeto? Óscar Alzaga, miembro de UCD en la Comisión Constitucional del Congreso durante la Legislatura Constituyente, afirmó en dicha comisión que si el Rey delinquiese «nos encontraríamos ante el desprestigio y, por ende, ante el ocaso de la institución monárquica». A día de hoy, el fin de esta institución depende de una reforma agravada de la Constitución (procedimiento regulado en el art. 168) que exigiría el acuerdo entre PSOE y PP, así como la conformación de un nuevo consenso constitucional sobre la forma de Estado. Éstas son dos condiciones que, actualmente, parecen irrealizables.

La defensa de la Constitución es también la defensa de la posibilidad de su reforma. Así, independientemente de la situación judicial del Rey emérito, que todavía no ha sido imputado en ninguna causa, y del destino de la monarquía, dos elementos del Título II (De la Corona) requieren una revisión inapelable: el primero es el de la ya mencionada inviolabilidad del Rey (art. 56.3), que constituye una contradicción deliberada y manifiesta del artículo 9.1 que establece que todos los poderes públicos «están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico» (cláusula Estado de Derecho); el segundo es el de la prelación del hombre sobre la mujer en el acceso a la Jefatura del Estado (art. 57.1). Ambas anomalías no deberían tener cabida en un Estado democrático. 


viernes, 6 de marzo de 2020

Extracto "Historia de Calahorra y sus Glorias"

Hemos hablado de vestigios de la época romana de Calahorra y no nos atrevíamos a denominar monumentos, ya que desgraciadamente no ha tenido la misma ciudad el natural empeño que debiera haber tenido en la conservación de los mismos. En los 62 años de nuestra existencia, hemos visto ir desapareciendo lo que, si las nuevas construcciones hubieran sido mejor pensadas, se hubiera conservado como honrosamente adquirido. Todo yace ya en gran parte confundido con los cimientos de edificios modernos, o destinados a usos domésticos dentro de su circuito. ¿Dónde están aquellos objetos que como recuerdos históricos hemos ido refiriendo? Edificios, piedras, columnas, medallas, trozos de acueductos, termas, estatuas, láminas, armas... ¡Qué interesante Museo podía Calahorra haber conservado, y a los propios y extraños siempre haber exhibido! Todo se va ocultando, y quizá para siempre. Llegará día, cuando, si acaso, solamente se conserve el recuerdo en las páginas de algunos libros. Esta consideración nos causa tristeza; y, contrarrestando de alguna manera los pensamientos tétricos que agobian nuestra alma al recordar lo pasado, ver lo presente y presagiar lo futuro, hemos creído oportuno recoger en pequeño volumen lo más saliente de lo que de nuestra querida patria, de invencible y vencedora Ciudad, se ha escrito como tesoro de sus trofeos y glorias; rebatir cuanto por malicia o ignorancia se ha publicado con incomparable audacia contra la grandeza de nuestra gloriosa historia; lamentar, en fin, lo tristemente ocurrido, la apatía en conservar nuestras cosas, nuestros privilegios y derechos.

Padre Lucas de San Juan de la Cruz, Historia de Calahorra y sus Glorias, Libro Primero, párrafo VIII, pp. 165-166.

sábado, 25 de enero de 2020

Revista Reserva: Más de cuatro siglos

La noticia publicada por esta revista de que el Carmen podría echar el cerrojo este año ha generado una reacción de asombro y pesadumbre en gran parte de los calagurritanos debido al vínculo emocional-espiritual e histórico que une el santuario con su ciudad, un vínculo de más de cuatro siglos. 

Fue una mujer, Cecilia del Nacimiento, maestra de novicias y, posteriormente, priora, quien a base de influencia, contactos y tesón logró la fundación del convento de la Orden de los PP. Carmelitas Descalzos en Calahorra (la primera de la Rioja). Convenció al Cabildo, al Consistorio y al General de la Orden, de quien se obtuvo la autorización necesaria. En 1602, el obispo Pedro Manso de Zúñiga y el Rey otorgaron sus respectivas licencias. Ese año se iniciaron las obras y vinieron los dos primeros carmelitas para inspeccionar los terrenos y la construcción, pero no fue hasta 1604 cuando los frailes pudieron trasladarse al Carmen. Hasta entonces, estuvieron alojados en casa del regidor y después en una alquilada por la Orden, reconvertida en un pequeño convento inaugurado el 13 de junio de 1603. Ese día, como escribe J. M. Maquirriain en el “Largo día de los Carmelitas Descalzos en Calahorra: 1603-2003”, entraban “oficialmente los carmelitas a ser convecinos y a compartir y conformar parte de la historia de Calahorra”. Una historia común de más de cuatrocientos años en la que la influencia es mutua: el espíritu carmelitano invade a numerosos calagurritanos que sienten la llamada del Carmelo, se forma la Cofradía de Nuestra Señora del Carmen en 1603 (a la que sucederían otras asociaciones), se celebran fiestas, se ofrece instrucción, conferencias, cursos…, además de los servicios religiosos. Una historia común con dos interrupciones por la supresión de las órdenes religiosas. La primera desde 1809 a 1813 con la invasión francesa, aunque los carmelitas pudieron permanecer unidos en Calahorra con el apoyo de sus vecinos. La segunda desde 1836 a 1883 conllevó la venta del convento y produjo una disgregación, pese a ello la iglesia “siempre estuvo abierta y aseada […]. Siempre estuvo un ermitaño a su cuidado”, como señala en “Historia de Calahorra y sus Glorias” el Padre Lucas, carmelita descalzo enterrado precisamente en el claustro del Carmen. Desde 1883 hasta hoy el santuario ha permanecido vivo.

Con todo, el cierre del Carmen no depende exclusivamente de la Orden de los PP. Carmelitas Descalzos sino también del obispado de Calahorra. Y es que tras la segunda exclaustración hubo un cambio en la propiedad del convento (entre otros acontecimientos dignos de recuerdo pero que desbordarían este artículo) y ésta acabó recayendo en el obispo en 1879. Éste lo cedió a la Orden en 1999, estableciéndose que en el caso de que ninguna congregación se hiciera cargo del culto la propiedad volvería a ser del obispo, para así garantizar que siguiese siempre abierto. En cualquier caso, ni la Orden ni el obispado deberían permitirse deshabitar el santuario. Cuatrocientos años de historia y todos los carmelitas que en él vivieron los observan.