Salió del Palacio santiguándose, sin su solideo púrpura, ni su cruz, ni su anillo. Antes de partir entró en la que había sido su casa durante más de 30 años. Con el tobillo fracturado se le hizo difícil bajar las escaleras pero al mojar sus dedos en agua bendita el dolor amainó. La amargura de su alma, sin embargo, permanecería hasta el fin de sus días. En un silencio sepulcral, caminó hasta el altar mayor y se arrodilló ante el sagrario. No tenía nada de lo que arrepentirse. Había defendido el amor a Dios y a la Humanidad en tiempos de sangre y fuego, y sólo el odio y la mentira le habían derrotado. Las campanas interrumpieron su oración. Debía partir. Sólo un coche le esperaba a la salida. Nadie había
acudido a despedirse. El disidente, aquel que pudo haber sido Primado de España, iniciaba su condena; partía hacia el olvido.
acudido a despedirse. El disidente, aquel que pudo haber sido Primado de España, iniciaba su condena; partía hacia el olvido.
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