El orden moral de la Modernidad o el sentido común Neoliberal
El orden moral consiste en las actividades
de la vida cotidiana gobernadas de acuerdo a reglas. Los miembros de una
sociedad encuentran y reconocen el orden moral como un curso de acción
normalmente perceptible, compuesto por escenas familiares de asuntos cotidianos
y por el mundo de la vida diaria reconocido y dado por sentado en común con
otros. Se refieren a este mundo como «los hechos naturales de la vida» que, para
los miembros son, de principio a fin, los hechos morales de la vida. Para ellos
no es sólo importante el hecho de que tales asuntos sean escenas familiares,
sino que lo son porque es moralmente correcto o incorrecto que así lo sean. Las
escenas familiares de actividades cotidianas, tratadas por los miembros como
«hechos naturales de la vida», constituyen hechos relevantes de la existencia
diaria de los miembros, como mundo real y como producto de actividades en un
mundo real. Tales escenas proveen lo «fijo», lo «esto es así» al cual nos
invita nuestro estado de vigilia[1]
La RAE define “sentido común”
como: “Capacidad de entender o juzgar de forma razonable”. La definición es
acertada pues el sentido común depende necesariamente de lo que se considere
“razonable” y, por tanto, de quién establezca lo “razonable” o lo
“no-razonable”. Así, nunca se puede entender el sentido común como una
inteligencia innata normal. Aunque, lo que está claro es que, el sentido común
puede llegar a ser “naturalizado” en la vida de las personas como algo normal,
como una ley moral universal, como un orden moral, que dicta como se debe
pensar y actuar para adaptarse a determinadas situaciones, salir adelante,
sobrevivir o prosperar. Es la forma normal de hacer las cosas, la forma normal
de pensar las cosas, la forma normal de ser humano. Entendiendo lo normal como
lo moralmente correcto. Con lo que quien establezca qué es lo razonable,
construirá el sentido común y, con él, el orden moral.
Antes de la llegada de la globalización, el sentido común era variable entre las culturas. Sin embargo, a partir de los 90’s los procesos de la globalización han cruzado fronteras, impactando y creando marcos relativamente similares entre culturas. El pensamiento único neoliberal se ha extendido como una plaga infectando a todos los países. A día de hoy, las reglas que regulan las actividades cotidianas que constituyen el orden moral y que los miembros de una sociedad encuentran y reconocen como lo cotidiano, lo normal, lo en-común-con-otros, lo «fijo», lo «esto es así» están basadas en el sentido común neoliberal. Los hechos naturales y morales de la vida moderna los ha establecido como tal la ideología neoliberal. Todo lo considerado de sentido común no es más que el sentido común de la clase dominante y de la conciencia dominante que ha pasado ha convertirse en el sentido común universal. Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época:
Los individuos que forman la clase dominante
tienen también, entre otras cosas, la conciencia de ello y piensan a tono con
ello; por eso, en cuanto dominan como clase y en cuanto determinan todo el
ámbito de una época histórica, se comprende de suyo que lo hagan en toda su
extensión, y, por tanto, entre otras cosas, también como pensadores, como
productores de ideas, que regulan la producción y distribución de las ideas de
su tiempo; y que sus ideas sean; por ello mismo, las ideas dominantes de la
época.[2]
La clase dominante es la que ejerce el poder material y espiritual dominante en la sociedad, la que tiene a su disposición los medios para la producción material y espiritual, lo que hace que se le sometan las ideas de quienes carecen de los medios necesarios para producir espiritualmente.
Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes, las mismas relaciones materiales dominantes concebidas como ideas; por tanto, las relaciones que hacen de una determinada clase la clase dominante, o sea, las ideas de su dominación.[3]
Podríamos decir que desde los 90’s tras la caída del muro de Berlín, último obstáculo para el Nuevo Orden Mundial, se estableció definitivamente, sin alternativa posible, el neoliberalismo como orden moral y sentido común indiscutible que dicta lo bueno o correcto y lo razonable. Esta ideología dominante ya estaba siendo puesta en práctica por la clase dominante, los poderes financieros, mediante gobiernos (Pinochet, Thatcher, Reagan, Kohl) y escuelas económicas afines y no siempre con técnicas democráticas. La doctrina del shock de Naomi Klein muestra como las políticas económicas del Premio Nobel Milton Friedman y de la Escuela de Economía de Chicago propias del capitalismo más salvaje pudieron desarrollarse en países con modelos de libre mercado o con economías más intervenidas (como el Chile de Allende) no porque fuesen populares, sino a través de impactos en la psicología social, a partir de desastres o contingencias (incluso favoreciendo golpes de Estado), provocando que, ante la conmoción y confusión, se puedan hacer reformas impopulares. Las ideas dominantes están claramente recogidas en las propuestas de la Trilateral y el Consenso de Washington y suponen el paso del keynesianismo y el Estado de Bienestar al capitalismo y el Estado mínimo neoliberal.
El homo Œconomicus
El homo œconomicus busca la utilidad, las necesidades y el
intercambio, es un hombre que se constituye en su propio capital, su propia
fuente de ingresos. Se ha vuelto «un empresario de sí mismo». “No se trata ya
solamente de que el individuo inscriba su existencia en el marco de empresas
diversas, en el que su acción adquiere sentido, sino también de que ‘la vida
misma del individuo –incluida la relación, por ejemplo, con su propiedad
privada, su familia, su pareja, la relación con sus seguros, su jubilación– lo
convierta en una suerte de empresa permanente y múltiple’.”[4]
Las sociedades neoliberales funcionan de esta forma: “atribuyendo a cada uno de los individuos la responsabilidad de su propio bienestar: el logro del enriquecimiento personal y la conquista de una adecuada situación afectiva y laboral pasan por una correcta comprensión de la propia existencia según el modelo de la inversión”[5]. Si quieres tener éxito, como debe tenerlo el hombre de hoy, conviértete en «empresario de ti mismo», sé responsable de tu propio bienestar. Invierte correctamente y lograrás el bienestar que persigues. El bienestar que hasta entonces debía procurarlo hasta cierto nivel el Estado pasa a depender de los propios individuos.
Hemos llegado a un punto en la Modernidad, en el que la dicotomía Estado-Sociedad Civil, se soluciona eliminando el primer elemento. Queda la sociedad civil, donde los individuos guiándose por los intereses particulares lograrán cubrir tanto sus necesidades como la de los demás, logrando una satisfacción universal. Esto que defienden los neoliberales no es sino una utopía, como la que ellos consideran que es el comunismo. Hemos llegado a un punto en la Modernidad, en el que el neoliberalismo y la economía de mercado ha generado la sociedad de mercado, en la que las relaciones son, ante todo, relaciones mercantiles y en la que la fragmentación y la competitividad provocan que los individuos vivan con el miedo permanente de no ser rentables, autoculpándose, si fracasan, por no ser funcionales al sistema, sin cuestionar si realmente el régimen es justo, legítimo o moral, si preguntarse si realmente les conviene participar de un sistema en el que no han decidido participar libremente. Hemos llegado a un punto en la Modernidad en el que el Estado se ha convertido en una muleta del mercado como gendarme y protector de la propiedad y en el que la sociedad civil se ha convertido en una masa de proletarios que a duras penas puede gestionar su vida, ahora entendida como una empresa.
Así se ha llegado a un punto en el que vivir y trabajar son sinónimos. La vida es un trabajo. El hombre, como en las obras de Kafka, se identifica con su profesión hasta el punto de que el personaje no es más que su profesión: un empleado de banca, un agrimensor, un oficinista, un viajante de comercio… Los seres humanos son engranajes de un proceso productivo o burocrático que se compran y venden según la ley de la oferta y la demanda; por esto, en muchas ocasiones, no tienen ni apellido (véase Josef K). Hay una identificación ontológica entre el “empleo” y el “ser”, el empleo es la posibilidad de ser-uno-mismo, el hombre es un ser-para-trabajar; carecer de empleo es carecer de identidad. No tener trabajo equivale a ser “nadie” pero tenerlo equivale a no reconocerse ni siquiera uno mismo en su propio cuerpo como en “La Metamorfosis”. Hasta tal extremo ha llegado la alienación.
Y a pesar de todo, “el individuo anhela a cualquier precio —ante las fuerzas aplastantes de la sociedad, de la herencia histórica, de la civilización y de las técnicas— preservar la autonomía y la originalidad de su existencia”. Ante la amenaza de ser nivelado y usado por un mecanismo a la vez social y técnico el sujeto se resiste. Sin embargo, sus deseos chocan con la pura realidad. Choque que viene a ser el del dandy con el flâneur en Bodelaire. Ser moderno, para el francés, es tomarse a sí mismo como objeto de una elaboración ardua y compleja: el dandy hace de su cuerpo, de su comportamiento, de sus sentimientos y pasiones, de su existencia, una obra de arte. El hombre moderno es aquel que intenta inventarse, elaborarse a sí mismo. La Modernidad no es la actitud de “flânerie”: la postura de espectador. Sin embargo, Baudelaire defiende la idea del dandy sin percibir que el hombre y la sociedad en su conjunto (incluido el propio Baudelaire) ha pasado a ser, contra su voluntad, un mero espectador del devenir cotidiano y de su propia vida que la ve como si fuese la de otro, un mero flâneur. Por lo que el individuo es al mismo tiempo "parte de" algo estando "aparte de" este algo. Apenas veo diferencia entre el flâneur y el hombre blasé, el hastiado, de Simmel. Ese hombre que "se ha vuelto insensible a las diferencias entre las cosas” e indiferente hacia los demás hombres: se vuelve insensible e indiferente ante la vida misma. [6]
Así podríamos decir que actualmente en la sociedad hay, por lo general, tres tipos de hombres. Uno es el blasé o flâneur que es consciente de que lo es y que desea convertirse en un dandy à la Boudelaire y hacer de sí mismo una obra de arte o à la Marx mediante el trabajo, que también es un arte, produciendo su vida en relación a la naturaleza y a otros hombres, es el hombre incomodo con la Modernidad. El segundo es el blasé o flâneur que desconoce que lo es, el alienado puro. El otro es el homo œconomicus funcional al sistema capitalista, el cual ha asumido como el orden moral natural, como veíamos al principio.
En La Voluntad (1902) Azorín como personaje afirma tener “un cansancio, un hastío indefinible, invencible”. En Diario de un enfermo (1901) el narrador se pregunta por el sentido de la vida y asocia el absurdo a la tristeza y al hastío: “¿Qué es la vida? ¿Qué fin tiene la vida? ¿Qué hacemos aquí abajo? ¿Para qué vivimos? No lo sé; esto es imbécil, abrumadoramente imbécil. Hoy siento más que nunca la eterna y anonadante tristeza de vivir […] uno tras otro, monótonos todos, aburridos todos, siento pasar los días”. Toda la obra de comienzos de siglo del miembro de “la generación del 98” José Martínez Ruiz, Azorín, refleja la vida y el pensamiento del blasé o flâneur que sabe que su pasividad no es natural. Azorín (el personaje) se reconoce como un rebelde de sí mismo, más hombre-reflexivo que hombre-voluntad. La cuestión es el problema eterno, como pasar de la razón a la práctica.
La Emancipación
La Modernidad culminada por el neoliberalismo ha liberado a la
sociedad de todos los vínculos tradicionales (Religión, Moral y el Estado,
principalmente) favoreciendo aparentemente el libre desarrollo del hombre. Sin
embargo, la desvinculación del Estado, sobre todo, ha provocado el
encadenamiento a las leyes del mercado. Ante esta situación, se plantea la
cuestión de la emancipación, de liberarse de cualquier clase de subordinación o
dependencia al mercado, dependencia que además está llevando al planeta a su
destrucción, para establecer una organización social ligada a aumentar la
libertad del conjunto.
Las promesas de emancipadoras de la modernidad “han resultado en frustración: ni la igualdad ni la libertad, ni la paz entre pueblos y naciones ni la dominación sensata de la naturaleza, ni la justicia social ni el entronizamiento de la razón.”[7]
En mi anterior ensayo, ya propuse una idea de emancipación en la que el Estado, con un gobierno favorable, podría crear organizaciones corporativas, como las de Durkheim para superar la inacción (aunque el espíritu sea revolucionario como el de Azorín), la alienación y la desterritorialización. Pero claro, la corporación requiere del consentimiento y el fomento del Estado, al igual que implantar unas políticas alternativas a las neoliberales, como por ejemplo unas basadas en una democracia-radical como la de los jacobinos, inspirada por Rousseau.
No obstante un símbolo se está fraguando.
El mundo está lleno de símbolos. Unos nos son propios, aquellos que, en mayor o menor medida, nos resultan significativos. Otros nos son ajenos, demarcan otros grupos, en forma claramente visible cuando remarcan su frontera frente a extraños de quienes desconfían o a enemigos, o cuando asertan la exclusión de los de arriba o los de abajo del rango que se siente como propio. Otros símbolos se perciben sólo episódica y confusamente. Nos circunda un dilatado espectro de símbolos e identidades grupales, unos vivos, otros agonizantes, otros muertos; y, entre los vivos, los hay cuyas significaciones son invisibles desde nuestras posiciones, al no estar lo bastante próximos como para llegar a sentir lo que transmiten.[8]
Es el símbolo del mundo en destrucción. El símbolo del cambio climático que cada vez percibimos con mayor claridad, según las catástrofes naturales o los claros trastornos que están sufriendo las temperaturas y las precipitaciones, fruto del calentamiento global, nos afectan más.
Es necesario parar el proceso
catastrófico que está acabando con el único planeta que tenemos y que está
íntimamente asociado al progreso tecnológico impulsado por el capital. Es
necesario cuestionar el dominio de la naturaleza y su explotación por los seres
humanos. Es necesaria la reconciliación con la naturaleza antes de que el
símbolo del cambio climático sea una evidencia que sea imposible evitar. La
destrucción del planeta supera las ideologías y debería unirnos a todos y mover
a la acción tanto al blasé o flâneur como al homo œconomicus pues la
recuperación del sentido de la vida y la continuación del aumento de beneficio
está en juego. El símbolo del cambio climático es el símbolo de la emancipación
y la solidaridad en todos los sentidos, nuestra existencia y la de nuestras
generaciones depende de nuestra identificación y unión con este símbolo.
El capitalismo en su estructura y funcionamiento actual, basado en los combustibles fósiles, es ecológicamente insostenible. Y si desde los poderes no se hace nada para evitar la destrucción de la humanidad y por lo tanto no hace nada para repensar el modelo económico imperante, que tiene la necesidad de la expansión ilimitada, la sociedad civil, tomará las riendas y llevará a cabo y por su cuenta la revolución hacia la propia emancipación. Porque como defendió Walter Benjamin las revoluciones son “el acto por el cual la humanidad que viaja en tren aplica los frenos de emergencia”. La revolución como interrupción: si el derribo de la burguesía por parte del proletariado “no se cumple antes de un momento casi calculable de la evolución técnica y científica […], todo se habrá perdido. Es preciso cortar la mecha antes de que la chispa alcance la dinamita”[9]
Es necesaria una reorganización en su
conjunto del modo de producción y consumo fundada en criterios exteriores a los
del mercado capitalista: en las necesidades reales de la población (no
necesariamente en las solventes) y en la salvaguarda del medio ambiente. En
otros términos, una economía de transición al socialismo,
"re-ajustada" (como diría Karl Polanyi) al medio ambiente social y
natural porque está fundada en la opción democrática de prioridades e
inversiones decididas por la población, y no en las leyes del mercado o en un
politburó omnisciente. En otros términos, se trata de una planificación
democrática local, nacional, y, tarde o temprano, internacional, que debe
definir: 1) qué productos deben subvencionarse o deben tener una distribución
gratuita; 2) qué opciones energéticas deben ser permitidas aunque ellas no
sean, de entrada, las «rentables»; 3) cómo reorganizar el sistema de
transportes según criterios sociales y ecológicos; y 4) qué medidas se toman
para reparar, lo más rápidamente posible, los gigantescos daños al medio
ambiente dejados «en herencia» por el capitalismo.
Esta transición no sólo conduciría a un
nuevo modo de producción y a una sociedad igualitaria y democrática, sino
también un modo de vida alternativo, una nueva civilización, más allá del reino
del dinero, de los hábitos de consumo artificialmente inducidos por la
publicidad y de la producción al infinito de mercancías que dañan el medio
ambiente.[10]
[1] Texto de
Garfinkel. Campus Virtual.
[2] Marx, Karl; Engels, Friedrich, Feuerbach. Oposición entre las concepciones materialista e idealista, primer
capítulo de La Ideología Alemana en Obras Escogidas en tres tomos, t. I. Moscú:
Editorial Progreso, 1974. https://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/feuerbach/index.htm
[5] Ídem
[6] Texto
Simmel. Campus Virtual.
[7]
Monedero, Juan Carlos, El gobierno de las
palabras: política para tiempos de confusión. España: S.L. Fondo de Cultura
Económica de España, 2009. Pág. 150
[8] Collins.
Símbolos de solidaridad. Campus Virtual
[9] W.
Benjamin, Direccion Única, Madrid,
Alfaguara, 1988.
[10] Löwy,
Michael, La revolución es el freno de
emergencia Actualidad político-ecológica de Walter Benjamin.
http://www.walterbenjaminportbou.cat/sites/all/files/2010_Loewy_CAST.pdf
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