martes, 25 de agosto de 2020

Revista Reserva: Anomalías

La Corona no es una entidad metafísica que esté por encima de sus portadores, sino que es la persona misma que la encarna en cada momento. Por ello, lo que afecte a la persona afectará directamente a la institución. Este vínculo entre la persona y la institución queda reforzado al ser ésta un órgano constitucional unipersonal que no está sujeto a rendición de cuentas ni a ningún mecanismo de control y en el que no es posible la alternancia más allá de la sucesión hereditaria. 

Tras el fin de la dictadura franquista, el proceso constituyente supuso la resolución del conflicto sobre la forma política del Estado alcanzándose un consenso favorable a la monarquía que llegó a incluir al PCE, cuyo secretario general, Santiago Carrillo, defendió en el Congreso de los Diputados que el Jefe del Estado había sabido «hacerse eco de las aspiraciones democráticas» y había asumido «la concepción de una monarquía democrática y parlamentaria», siendo «una pieza decisiva en el difícil equilibrio político» (Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, núm. 59, 5 mayo 1978, pp. 2037-2038). «En aras de la democracia y de la paz civil […] afirmamos que mientras la Monarquía respete la Constitución y la soberanía popular, nosotros respetaremos la Monarquía» (ib.), concluía Carrillo. Efectivamente, Juan Carlos I, monarca absoluto a la muerte de Franco, optó por emprender la senda hacia la democracia. Su papel como uno de los actores clave de la Transición no será borrado de la Historia, pero tampoco la sombra de la sospecha que le acompaña desde la década pasada. Si Juan Carlos de Borbón es juzgado por sus actos presuntamente delictivos y el Tribunal Supremo (o el tribunal suizo que corresponda) prueba dichos actos en una sentencia condenatoria, se confirmaría que el monarca habría abusado de la Constitución que el mismo sancionó y de la inviolabilidad, basada en el principio medieval inglés según el cual «el Rey no puede hacer el mal» (the King can do not wrong), que ésta le garantizó durante su reinado. Además, habría abusado de la confianza de la voluntad general materializada en la Carta Magna como un acto de soberanía popular. Con todo, la monarquía (en determinados momentos) habría dejado de respetar la Constitución y la soberanía popular, ¿merecería entonces nuestro respeto? Óscar Alzaga, miembro de UCD en la Comisión Constitucional del Congreso durante la Legislatura Constituyente, afirmó en dicha comisión que si el Rey delinquiese «nos encontraríamos ante el desprestigio y, por ende, ante el ocaso de la institución monárquica». A día de hoy, el fin de esta institución depende de una reforma agravada de la Constitución (procedimiento regulado en el art. 168) que exigiría el acuerdo entre PSOE y PP, así como la conformación de un nuevo consenso constitucional sobre la forma de Estado. Éstas son dos condiciones que, actualmente, parecen irrealizables.

La defensa de la Constitución es también la defensa de la posibilidad de su reforma. Así, independientemente de la situación judicial del Rey emérito, que todavía no ha sido imputado en ninguna causa, y del destino de la monarquía, dos elementos del Título II (De la Corona) requieren una revisión inapelable: el primero es el de la ya mencionada inviolabilidad del Rey (art. 56.3), que constituye una contradicción deliberada y manifiesta del artículo 9.1 que establece que todos los poderes públicos «están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico» (cláusula Estado de Derecho); el segundo es el de la prelación del hombre sobre la mujer en el acceso a la Jefatura del Estado (art. 57.1). Ambas anomalías no deberían tener cabida en un Estado democrático.